Stefan Zweig: “La creación artística es inspiración más trabajo, deleite más tormento”

En el planeta Tierra hay otros reinos que escapan a la mirada de la biología. Esas subespecies son los libros, los cuadros, las sinfonías…

Una obra que “no se desvanece, como una flor; que no muere, como el hombre; sino que sobrevive a nuestra época y a todos los tiempos por venir. Tiene la fuerza de durar eternamente, como el cielo y el mar”.

Estas palabras pertenecen al final de octubre de 1940. Stefan Zweig estaba en Buenos Aires. Era uno de los escritores más conocidos de la época. Mil quinientas personas lo escuchaban y otras mil quinientas habían quedado en la cola. Unos muros no podían privarles de escuchar al austriaco hablar sobre ‘El misterio de la creación artística’. La policía tuvo que intervenir y, al final, se resolvió con un doblete. Zweig volvería otro día a pronunciar las mismas palabras para los que habían quedado fuera.

«De todos los misterios del universo, ninguno es más profundo que el de la creación. Nuestro espíritu humano es capaz de comprender cualquier transformación de la materia, pero cada vez que surge algo que antes no había existido nos vence la sensación de que ha acontecido algo sobrenatural, de que ha estado obrando una fuerza sobrehumana. Y nuestro respeto llega a su máximo, casi diría que se torna religioso, cuando aquello que aparece de repente no es perecedero». Zweig empezó así.

El milagro se produce cuando una obra se convierte en algo único entre cientos de miles

Y de ahí surgía una incógnita poderosa: “He aquí un hombre o una mujer. Tienen el mismo aspecto que cualquier otro, duermen en camas como las nuestras, comen sentados a la mesa, van vestidos como nosotros. (…) Exteriormente ese hombre no se distingue en nada de nosotros. Pero de pronto ese hombre da cumplimiento a algo que nos está negado a todos nosotros. No vive solo el tiempo de su existencia propia, porque lo que creó y realizó sobrepasa la existencia de todos nosotros y la vida de nuestros hijos y nietos. Ha vencido la mortalidad del hombre y ha forzado los límites en que, por lo común, nuestra vida queda encerrada inexorablemente”.

La creación sobrepasa el tiempo y el espacio. Pero el momento en el que se está produciendo es una incógnita. “Nos hallamos ante un fenómeno extraño”, dijo aquella noche de 1940. “Todos esos hombres creadores, tanto poetas y pintores como músicos, casi nunca nos revelan el secreto de su creación”.

Un siglo antes, Edgar Allan Poe hizo la misma observación. El poeta norteamericano se lamentaba de que la Historia apenas guardaba “informes autobiográficos de artistas”. En su ensayo The philosophy of composition escribió: “Yo mismo he pensado muchas veces cuán interesante habría de ser un artículo en que un autor –si fuera capaz de ello– nos describiera con todos los detalles cómo una de sus creaciones alcanzó paso a paso el estado definitivo de la perfección. Muy a mi pesar, no soy capaz de decir por qué jamás ha sido entregado al mundo semejante informe”.

La criminología y el arte
Para Stefan Zweig el estudio de la creación artística se asemeja a la investigación criminológica. “Nos cabe construir una acción cuya realización no hemos presenciado”, aseguró aquella velada. “Los poetas, los escritores, nos describen en sus libros, con fuerza maravillosa y con pormenores magistrales, cualquier viaje que hacen, toda aventura que les sucede, cada sentimiento que los agita. ¿Por qué no nos explican la experiencia más importante de su vida? ¿Por qué no nos describen su modo de crear?”.

El periodista austriaco tenía una respuesta. Mientras está creando, el artista “no está con sus propios sentidos, no es dueño de su propia razón, pues toda creación verdadera solo acontece mientras el artista se halla hasta cierto grado fuera de sí mismo, cuando se olvida de sí mismo, cuando se encuentra en una situación de éxtasis. Y permítanme recordarles que la palabra griega ekstasis significa ‘estar fuera de sí mismo”.

Pero si escapa de su ser, ¿a dónde va? El artista está en su obra “y por eso es incapaz de observarse a sí mismo (…) Solo puede crear su mundo imaginario olvidándose del mundo real”.

De ese tipo de concentración se ha hablado mucho a lo largo de la Historia. Es lo que ocurrió a Arquímedes cuando un ejército invadía y saqueaba la ciudad siciliana de Siracusa. El matemático estaba en su jardín dibujando figuras geométricas en la arena. Un soldado se abalanzó sobre él y el griego, sin volver la cabeza, murmuró: “No alteres mis círculos”. El físico no estaba en aquella guerra. Ni siquiera en Siracusa. Estaba en el interior de su problema matemático.

Stefan Zweig se preguntó aquella noche en Buenos Aires cómo podemos hallar huellas en el lugar dónde se realiza la creación artística. “¿No es ese proceso invisible (que tiene por escenario un lugar inaccesible) el cerebro del artista? (…) Poseemos los bocetos de Miguel Angel, Rembrandt, el Greco y Velázquez para sus grandes cuadros. Poseemos los manuscritos de Beethoven, Mozart y Bach. Podemos observar hasta cierto grado cómo se han ido formando las obras que conocemos y admiramos cual perfectas”.

Pero si buscamos borradores de Mozart nada hallamos. “Todos los manuscritos que de él poseemos están escritos con la misma mano fácil, ligera y graciosa, en un solo trazo y de tal modo que parecen haber sido dictados”, contó Zweig. “Los contemporáneos nos informan de que Mozart nunca había trabajado en el sentido del esfuerzo y de la dedicación. No le hacía falta buscar la melodía. La melodía venía a él. No tenía necesidad de pensar y construir, los pasajes se unían unos a otros casi automáticamente, como en un juego. La creación musical era para ese genio algo tan carente de esfuerzo, algo tan poco absorbente, que al mismo tiempo que jugaba al billar con los amigos, era capaz de trabajar interiormente. Y cuando salía del café, le bastaba llegar hasta su habitación para poder anotar con su pluma rápida el movimiento de una sonata completamente acabado”.

No le hacía falta buscar la melodía. La melodía venía a él

Igual le ocurría a Schubert. “Podía estar sentado con amigos en una habitación, hojear un libro y encontrar una poesía, levantarse de pronto, dirigirse a una pieza contigua y volver al cabo de diez o quince minutos, o sea, al cabo del tiempo que se necesitaba para llenar cuatro o cinco hojas con notas. Se sentaba entonces al piano y tocaba para los amigos la canción que acababa de componer, uno de aquellos lieder que aún hoy, después de cien años, se cantan en todos los países”.

Estos ejemplos pueden dar la idea de que “el gran artista parece asumir una actitud meramente pasiva durante la creación”. Es como si “el genio de la inspiración dictara y el artista no fuera más que el escribiente, el instrumento. No necesita trabajar, luchar, esforzarse por su trabajo, sino que le basta copiar obedientemente lo que se le acerca como en un sueño divino”.

Mozart y Beethoven
Pero Zweig alertó: “No nos precipitemos comprometiéndonos con una fórmula tan seductora como que el artista no es más que el ejecutante de una orden superior”. La obra de Beethoven muestra justo lo contrario. “En sus manuscritos desordenados, casi ilegibles, ya no encontramos ni un adarme de la facilidad divina que Mozart tenía para producir. Vemos que Beethoven no era un hombre que obedecía a su genio, sino que luchaba por él encarnizadamente”.

Mozart no hacía trabajos preparatorios. Beethoven, en cambio, acumulaba gruesos tomos de trabajos preliminares que a veces abarcaban años enteros. “Su proceso de composición era mucho más dificultoso. Menos divino y mucho más humano. Los contemporáneos nos han dado noticias sobre su modo de trabajar. Corría horas enteras a campo traviesa, sin fijarse en nadie, cantando, murmurando, gritando salvajemente, ora marcando el ritmo con las manos, ora lanzando los brazos al aire en una especie de éxtasis. Los campesinos que de lejos le veían le tomaban por un loco y lo esquivaban con cuidado. De vez en cuando se detenía y registraba con el lápiz unas cuantas de esas notas, apenas legibles, en su cuadernillo de apuntes. Luego volvía a casa, se sentaba a su mesa a trabajar y componía poco a poco esas ideas musicales aisladas”.

“En tal estado surgía otra forma de manuscrito, hojas de un tamaño mayor, generalmente escritas ya con tinta, donde se presenta la melodía con sus primeras variaciones. Pero está lejos aún de haber encontrado la forma precisa”, continuó. “Borra líneas enteras, a veces hasta páginas completas, con rasgos salvajes, de modo que la tinta salpica ensuciando toda la hoja y empieza de nuevo. Mas sigue sin quedar satisfecho. Vuelve a cambiar y enmendar. A veces arranca en medio de la escritura media página, y es como si se viera al compositor fanático dedicado a su tarea, suspirando, blasfemando, golpeando con el pie, porque la idea que se le presenta sigue y sigue negándose a hallar y tomar la forma ideal soñada”.

Hay dos modos. Y los dos son buenos. “Mozart juega con su arte como el viento con las hojas. Beethoven lucha con la música como Hércules con la hidra de las cien cabezas. Y la obra de uno y otro produce la misma perfección. La obra de ambos nos brinda la misma dicha inefable”.

La creatividad no tiene fórmulas

Poe y la Marsellesa
Zweig intentaba demostrar que la creatividad no tiene fórmulas. O quizá tiene infinitas. La distancia entre el modo en que surgieron dos obras puede ser inabarcable. Ese es el trecho que se produjo entre una pieza como la Marsellesa y uno de los poemas más aclamados de Edgar Allan Poe: El cuervo.

“El autor de la Marsellesa no fue en rigor ni poeta ni compositor. Fue oficial técnico del ejército francés y prestaba servicio en Estrasburgo”, relató el novelista austriaco. “Un día llegó la noticia de que Francia había declarado la guerra a los reyes europeos en nombre de la libertad. Al instante, toda la ciudad cayó en una embriaguez de entusiasmo. Por la tarde, el alcalde ofreció a los oficiales del ejército un banquete. Y como por azar supo que Rouget de Lisle poseía bastante talento para componer versos fáciles y fáciles de comprender. El alcalde le propuso que compusiera a la ligera una marcha-canción para las tropas que debían dirigirse al frente”.

“Rouget de Lisle, el oficial insignificante, prometió hacer lo mejor que pudiera. El banquete duró hasta muy pasada la medianoche y solo entonces volvió a su aposento. Había hecho mucho honor al vino y participado diligentemente en las conversaciones”, prosiguió. “Muchas palabras de los discursos guerreros revoloteaban todavía dentro de su cabeza en forma de frases aisladas, como ‘le jour de gloire est arrivé’ o ‘allons, marchons!’. Apenas hubo llegado a su casa, se sentó y bosquejó unas cuantas estrofas, a pesar de que nunca había sido un poeta cabal. Luego sacó un violín del armario y ensayó una melodía para acompañar aquellas palabras, a pesar de que nunca había sido un compositor de verdad. A las dos horas, todo estaba listo. De Lisle se acostó a dormir. A la mañana siguiente llevó a su amigo, el alcalde, la canción que, sin modificación alguna, sigue siendo al cabo de siglo y medio el himno de Francia. Sin saberlo, y sin proponérselo, un hombre perfectamente mediocre había creado, en virtud de una inspiración única, una de las poesías y una de las melodías inmortales del mundo”.

Zweig habló después del caso contrario. El literato sacó a escena a Edgar Allan Poe y su poesía El cuervo. Escribir esta pieza costó al norteamericano un trabajo casi científico. “La compuso palabra por palabra, con la precisión y consecuencia de un problema matemático, y sin inspiración alguna”, indicó. “Dice que cada efecto era ciudadosamente meditado y que nada había sido dejado al azar. (…) Todo está montado y compuesto, trozo a trozo, como en una máquina complicada, palabra por palabra, vocal por vocal, consonante por consonante, todo a fuerza de trabajo, fatigoso, frío, lógico. Y milagrosamente el resultado es el mismo que en la Marsellesa, pese a la diferencia de los dos métodos: un poema perfecto”.

El austriaco llegaba así a su conclusión final. “Ahora debo hacerles una confesión”, lanzó al público argentino. “Los dos estados suelen estar mezclados misteriosamente en el artista. No basta que esté inspirado para que produzca. Debe trabajar y trabajar para llevar esa inspiración a la forma perfecta. La fórmula verdadera de la creación artística no es inspiración o trabajo, sino inspiración más trabajo, exaltación más paciencia, deleite creador más tormento creador”.

No basta que esté inspirado para que produzca

“Cada uno tiene su propio método, su propia rapidez, sus propias dificultades, su propia facilidad. Y no hay ley del tiempo para el artista: él mismo crea su tiempo”, aseguró. “El método no es nada. La perfección lo es todo y resulta insensato disputar sobre qué sería mejor. Todo camino que conduce a la perfección es acertado y cada artista no debe ir más que por uno de esos caminos, el suyo propio”.

  • “La fórmula verdadera de la creación artística no es inspiración o trabajo, sino inspiración más trabajo, exaltación más paciencia, deleite creador más tormento creador”.

    Extraordinario artículo y buenísimos todos los ejemplos citados. Me permito añadir un ejemplo más sobre otro de los mayores genios creativos de la historia: Miguel Ángel Buonarroti. El título de su biografía novelada por Irving Stone es suficientemente claro como para intuir cómo era el proceso creativo del gran Miguel Ángel:
    “La Agonía y el Éxtasis”.

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  • “Die Zauberflöte” 🙂